4 dic 2007

Por favor, ¿podría hablar con Nina?

Ya recomendé Terror Fan hace algunos días, un blog donde se recogen relatos de los más grandes autores de terror, ciencia-ficción y fantasía. Desde que lo descubrí gracias a Mycroft se ha convertido en fuente inagotable de horas pegado delante de la pantalla del portatil y hoy he leido en él un relato que no conocía (Por favor, ¿podría hablar con Nina?) de un autor que no conocía (Kirill Bulychev) y que me ha maravillado tanto que me voy a dar el gusto de transcribirlo a continuación:

—Hola; por favor, ¿podría hablar con Nina?
—Soy Nina.
—¿Nina? Tu voz suena extraña.
—¿Extraña?
—Bueno como si no fueras tú. ¿Estás preocupada por algo?
—Puede ser.
—Pienso que no debería haber llamado.
—Pero, ¿quién es que habla?
—¿Desde cuándo no me reconoces?
—¿Reconocer a quién? —su voz sonaba como si fuera veinte años menor que la de Nina.
—Bueno, está bien —dije—, escucha, te llamo para aclarar cierto asunto.
—Probablemente disco un número equivocado —dijo Nina—. Yo no lo conozco.
—Soy yo, Vadim. Tu Vadim. Vadim Nikolaevich. ¿Qué pasa contigo?
—Oh, querido —suspiró Nina, como si no deseara colgar—. No conozco a ningún Vadim, o Vadim Nikolaevich.
—Discúlpeme —dije, y colgué.
Esperé un momento antes de discar nuevamente. Por supuesto, había sido un error inconsciente. Mis dedos no habían deseado llamar a Nina, por lo tanto, discaron un número incorrecto, y revolví en el escritorio, en busca de un paquete de cigarrillos Cubanos. Tabaco fuerte, como el de los cigarros. Probablemente fabricados con recortes del mismo tabaco que aquellos.
¿Por qué debía molestarme llamando a Nina? ¿Qué era lo que había que discutir? Absolutamente nada. Simplemente quería saber si se encontraba en casa. Incluso si no estaba, nada cambiaría. Podría haber ido a lo de su madre. O al teatro. No había ido en años. Telefonee nuevamente.
—¿Nina?
—No, Vadim Nikolaevich —replicó ella—. Número equivocado nuevamente. ¿Qué número deseas?
—149-40-89.
—El mío es G1-32-35.
—Es completamente distinto. Lo siento, Nina.
—Está bien. De cualquier manera, no estoy ocupada.
—Trataré de que no suceda de nuevo. Las líneas deben estar ligadas en algún lado, así que seguiré consiguiendo contigo. El sistema telefónico está cada vez peor.
—Ciertamente que sí —concordó Nina.
Colgué. Decidí discar 100 para obtener la hora exacta, quizás eso solucionara la confusión, cerrando algún circuito, luego conseguiría mi llamada.
—Diez horas, cero minutos... —anunció la operadora. Repentinamente se me ocurrió que si la voz de la operadora había sido grabada hacía ya mucho tiempo, digamos diez años, ella podía discar 100 en cada ocasión en que se encontrara en su casa, sola y aburrida; entonces podría escuchar su propia voz. Y quizá ya hubiera muerto. Entonces su hijo, o algún ser amado podía discar 100 y escuchar su voz. Volví a telefonear a Nina.
—Hola. —La voz de Nina sonaba terriblemente joven—. Eres tú de nuevo, ¿Vadim Nikolaevich?
—Sí —repliqué—. Nuestras líneas parecen ligadas permanentemente. Por favor, no te enojes. No creas que estoy haciéndote una broma. Disqué lo más cuidadosamente que pude.
—Por supuesto, por supuesto —contestó Nina—. Ni siquiera se me había ocurrido. ¿Estás muy apurado, Vadim Nikolaevich?
—No.
—¿Es importante tu llamada a Nina?
—No, sólo quería saber si estaba en su casa.
—¿La extrañas?
—Bueno...
—Entiendo. Estás celoso.
—Eres una niña graciosa —le dije—. ¿Qué edad tienes, Nina?
—Trece. ¿Y tú?
—Más de cuarenta. Hay una pared de ladrillos entre los dos.
—Y cada ladrillo significa un mes, ¿verdad?
—Incluso cada día puede ser un ladrillo.
—Es verdad —suspiró Nina—, entonces es una pared espantosamente ancha. ¿Y qué piensas ahora acerca de ello?
—Es difícil de decir. Por el momento, nada. Solamente estoy hablando contigo.
—Si tú tuvieras trece años, o incluso quince, podríamos conocernos —dijo ella—. Sería muy divertido. Yo te diría: «Encuéntrame mañana a la tarde en el monumento a Pushkin. Estaré allí a las siete en punto». Pero no nos reconoceríamos. A propósito, ¿dónde te encuentras generalmente con Nina?
—Depende.
—¿En el monumento a Pushkin?
—No exactamente. Algunas veces en el Rusia.
—¿Dónde?
—En el cinematógrafo; el Rusia.
—No lo conozco.
—Seguro que sí. En la Plaza Pushkin.
—Todavía no sé de qué estás hablando. Debes estar bromeando. Conozco muy bien la Plaza Pushkin.
—Bueno, no importa.
—¿Por qué?
—Eso fue hace ya mucho tiempo.
—¿Cuándo?
Ella no quería cortar la comunicación. Por alguna razón parecía intentar continuar hablando.
—¿Estás sola en casa? —pregunté.
—Sí. Mamá está en el turno de la noche. Es enfermera del Hospital Militar. Estará de guardia toda la noche. Podría haber venido a casa hoy, pero olvidó su pase aquí.
—Muy bien, entonces vete a dormir. Mañana deberás ir a la escuela.
—Me estás hablando como si fuera una chiquilla.
—Vamos; te estoy hablando como lo haría con cualquier adulto.
—Gracias. ¿Por qué no tratas tú de dormir a las siete de la tarde? Buenas noches señor. Y deja de llamar a tu Nina, o te comunicarás de nuevo conmigo. Y despertarás a esta pobre niña.
Colgué. Luego me dediqué al aparato de televisión, donde me enteré que el Lunakhod había explorado 337 metros de la superficie de la Luna durante las pasadas 24 horas. El vehículo de exploración se encontraba en plena tarea, mientras yo estaba holgazaneando. Luego de perder el tiempo durante una hora completa, decidí hacer una última tentativa de comunicarme con Nina. Si aparecía de nuevo la niña, colgaría inmediatamente.
—Sabía que llamarías de nuevo —dijo Nina, tan pronto como levantó el receptor—. Pero no cuelgues. Estoy aburrida hasta las lágrimas, y no tengo nada para hacer. Es demasiado temprano para acostarse.
—Muy bien —dije—, charlemos. ¿Cómo es que estás levantada tan tarde?
—¡Pero si son sólo las ocho!
—Tu reloj está atrasado. Son más de las once.
Nina rió. Una risa dulce, deliciosa.
—Estás tan ansioso de librarte de mí; es horrible. Es octubre, por eso oscurece tan temprano.
—¿Es tu turno de bromear, ahora?
—No estoy bromeando. Tu reloj adelanta, igual que tu calendario.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Que ahora, probablemente, me dirás que estamos en febrero.
—Te equivocas de nuevo. Estamos en diciembre —contesté. Como si dudara de mi memoria, eché una mirada al periódico depositado junto a mí en el sofá. Debajo de los titulares aparecía la fecha: 23 de diciembre.
Permanecimos ambos en silencio durante algunos instantes, esperando por mi parte que ella se despidiera. Pero repentinamente dijo:
—¿Has cenado ya?
—No recuerdo —contesté sinceramente.
—Bueno, supongo que no tienes hambre.
—No, no tengo.
—Pues yo sí.
—¿Quieres decir que no tienes nada de comer en la cocina?
—¡Absolutamente nada! —contestó Nina—. ¿No es ridículo?
—Realmente, no sé cómo podría ayudarte —le dije—. ¿No tienes dinero?
—Muy poco. Además, los comercios ya están cerrados. Y después de todo, ¿qué podría comprar?
—Es verdad, todo está cerrado ya. Si quieres, echaré una mirada a mi refrigerador, a ver qué es lo que encuentro.
—¿Tienes un refrigerador?
—Uno viejo. Un Northerner. ¿Conoces la marca?
—No, no la conozco. Supón que encuentras algo; ¿qué harías entonces?
—Bueno, tomaría un taxi y lo llevaría a tu casa. Puedes esperarme abajo, en la entrada.
—¿Vives lejos de aquí? Yo estoy en la calle Sivtsev Vrazhek, número 1525.
—Y yo en Mosfilmovskaia. Cerca de Lenin Hills. Detrás de la Universidad.
—Tampoco conozco donde queda ese lugar. No importa. Fue un hermoso gesto, y te lo agradezco. ¿Qué es lo que tienes en tu refrigerador? Sólo lo pregunto por curiosidad. No lo tomes en serio.
—Hmmm, según recuerdo... Espera, no cuelgues; llevaré el teléfono a la cocina y miraré.
Me dirigí a la cocina con el cordón serpenteando tras de mí.
—Muy bien —dije—, abriremos la heladera.
—¿Quieres decir que realmente puedes llevar el teléfono contigo? Nunca había oído algo así.
—Por supuesto que puedo. ¿Dónde está tu teléfono?
—En el hall, en la pared. ¿Qué hay en tu refrigerador?
—Hmm... ¿qué hay en este paquete? Huevos. Nada muy excitante.
—¿Huevos?
—Aja. Huevos comunes de gallina. ¿Quieres que lleve un pollo? Ah, no. Lo siento, pero es francés, y está congelado. Morirías de hambre antes de haberlo cocinado. Y tu madre estará por volver pronto de su empleo. Salchichas es una idea mejor. Ah; aquí hay algo. Encontré algunas sardinas de Marruecos. Una lata de sesenta kopeks. Y medio frasco de mayonesa para acompañarlas. ¿Me oyes?
—Sí —dijo Nina, muy suavemente—. ¿Por qué me atormentas así? Al principio me causó gracia, pero ahora me siento muy triste.
—¿Qué sucede? ¿Estás realmente tan hambrienta?
—No, pero sabes bien cómo es eso.
—¿Qué es lo que se supone que debo saber?
—Tú sabes... —dijo Nina. Hizo una pausa y luego añadió—: ¡Olvídalo! Dime, ¿tienes algo de caviar rojo?
—No, pero tengo filet de halibut.
—¡Basta! Es suficiente —interrumpió Nina firmemente—. Hablemos de alguna otra cosa. Ya comprendí.
—¿Qué es lo que comprendiste?
—Que tú también estás hambriento. Dime, ¿qué puedes ver desde tu ventana?
—¿Desde la ventana? Edificios, una fábrica. Son las once y treinta, y el turno de las obreras ha terminado y están saliendo del edificio. También puedo ver Mosfilm. Y el cuartel de bomberos. Y las vías del ferrocarril. También veo un tren que se acerca en este momento.
—¿Quieres decir que puedes ver todo eso?
—Bueno, el tren está bastante lejos, pero puedo ver una hilera de luces: las ventanillas.
—¡Ahora estás mintiendo!
—Esa no es manera de dirigirte a tus mayores —le reproché—. Puedo cometer un error, pero nunca miento. Por lo tanto, ¿en qué me he equivocado?
—Dijiste que veías un tren. Eso es imposible.
—¿Qué estás diciendo? No es invisible, ¿no?
—No, no lo es, pero las ventanillas no pueden estar iluminadas. En realidad tú ni siquiera puedes estar mirando a través de la ventana.
—¿Qué quieres decir? Estoy parado directamente frente a ella.
—¿Y tu cocina está iluminada?
—¡Naturalmente! Si no ¿cómo iba a estar hurgando en el refrigerador? La lámpara de la heladera está quemada.
—¡Aja! Esta es la tercera vez que te atrapo.
—Nina, dime en qué me has atrapado.
—Si quieres mirar a través de la ventana, tienes que abrir las cortinas de oscurecimiento. Y si abres las cortinas de oscurecimiento, debes apagar la luz, ¿correcto?
—Erróneo. ¿Para qué necesitaría las cortinas de oscurecimiento? ¿Hay alguna guerra?
—¡Oh, Dios! ¿Cómo puedes mentir así? Entonces tú piensas que estamos en tiempo de paz, ¿no es cierto?
—Bueno, comprendo que existe la guerra de Vietnam, y en el Cercano Oriente... pero no estoy interesado en ellas.
—Tampoco yo. Espera; ¿eres un veterano incapacitado?
—Afortunadamente, estoy completo en todas mis partes.
—¿Estás exento?
—¿Exento?
—Entonces, ¿por qué no estás en el frente?
Sólo entonces, por primera vez, comencé a sospechar algo peculiar. Ella parecía estar tomándome el pelo; sin embargo, su voz parecía tan sincera y seria que casi me atemorizó.
—Nina, ¿en qué frente debería estar?
—¿En qué frente? En el que están todos. Donde está mi padre. Combatiendo a los alemanes. No estoy bromeando; estoy mortalmente seria. Tienes una manera muy extraña de llevar la conversación. Quizás no estabas mintiendo acerca de los pollos y los huevos.
—Y no lo estaba —dije—. No hay ningún frente. ¿Quizás deba realmente ir a verte?
—¡De verdad que no estoy bromeando! —su voz fue casi un grito—. ¡Basta! Al principio era interesante, y me resultó muy divertido, pero ahora no me siento bien. Hablas como si no estuvieras fingiendo, sino diciendo la verdad.
—Palabra de honor, que estoy diciendo la verdad.
—Ahora estoy espantada. Nuestra estufa está casi apagada. Casi no queda leña. Y está oscuro. Sólo tenemos una lámpara de aceite. Hoy no hay electricidad. Y no me gusta estar sola aquí. Me he envuelto en todas las cosas abrigadas que tengo.
Luego repitió en un tono agudo y airado:
—¿Por qué no estás en el frente?
—¿En qué frente? —insistí. Estaba llevando la broma demasiado lejos—. ¿Cómo puede haber un frente en 1972?
—¿Estás tomándome el pelo?
Su voz había cambiado nuevamente. ¡Ahora sonaba insegura, y tan patéticamente pequeña! Una escena ya olvidada se desarrolló ante mis ojos. Algo que me había sucedido largo tiempo atrás, hacía ya treinta años o más, cuando sólo contaba con doce de edad. Había una pequeña estufa de leña en la habitación. Yo me encontraba sentado en el sofá, con las piernas cruzadas. Una vela iluminaba el cuarto; ¿o es una lámpara de querosén? Un pollo me parece una cosa irreal. Un ave fantástica, que se come sólo en las novelas.
—¿Por qué estás tan callado? —preguntó Nina—. Sería mejor si hablaras.
—¿Nina, en qué año estamos?
—1942.
Las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar en sus respectivos lugares. Ella no conocía el cine Rusia. Y su número telefónico sólo tenía seis dígitos. Y el oscurecimiento...
—¿Estás segura?
—Por supuesto.
Realmente lo creía. ¿Quizás estaba confundido por su voz? Tal vez se trataba de una mujer de cuarenta años, que había enfermado durante su juventud, y vivía aún en el año 1942, durante el tiempo de guerra.
—Escucha —le dije con calma—, no cuelgues. Hoy es el día 23 de diciembre de 1972. La guerra terminó hace 26 años ya. ¿Sabes eso?
—No —contestó Nina.
—Seguro que sí lo sabes. Son las doce de la noche ahora... Bueno, ¿cómo puedo explicarte?
—Muy bien —dijo Nina humildemente—, yo también comprendo que no me traerás pollo. Debería haber pensado que no había pollos franceses por aquí.
—¿Por qué no?
—Porque los alemanes están en Francia.
—No ha habido alemanes en Francia desde hace ya largo tiempo. Excepto turistas, por supuesto. Pero también tenemos turistas alemanes aquí.
—¿Qué estás diciendo? ¿Quién los dejó entrar?
—¿Y por qué iban a impedírselo?
—Ni siquiera te atrevas a permitir que esos pensamientos entren a tu mente, que los Fritz nos van a vencer. Probablemente tú mismo seas un saboteador, o un espía.
—No, trabajo para el C.A.M. Consejo de Ayuda Mutua. Negocio con los húngaros.
—Ahí estás, ¡mintiendo de nuevo! Los fascistas ocupan Hungría.
—Los húngaros expulsaron a sus propios fascistas hace ya mucho tiempo. Hungría es una República Socialista.
—Oh, querido. Temo que seas un saboteador. De cualquier forma, estás inventando todas estas historias. No, no discutas conmigo. Sólo sigue contándome cómo sucederán las cosas. Sueña todo lo que quieras, mientras sea agradable. Por favor. Y discúlpame por haber sido tan descortés contigo. Simplemente, no te había entendido.
Así fue que cesé de discutir con ella. Pero, ¿cómo podía explicarle? Me recordé a mí mismo, sentado en el sofá, en aquel mismo año de 1942. ¡Cómo anhelaba conocer el momento en que nuestras tropas invadieran Berlín y ahorcaran a Hitler! Y, por supuesto, saber dónde había extraviado mi tarjeta de racionamiento del mes de octubre. Así que le dije:
—Derrotaremos a los fascistas el 9 de mayo de 1945.
—¡Imposible! Es demasiado tiempo para esperar.
—Escucha Nina, y no me interrumpas. Yo sé más que tú acerca de todo esto. Tomaremos Berlín el día dos de marzo. Incluso se creará una nueva condecoración: «Por la captura de Berlín». Hitler se suicidará envenenándose. Eva Braun le proporcionará el veneno. Luego las SS llevarán su cuerpo al patio de la Cancillería Imperial, lo empaparán de bencina y lo incinerarán.
Era realmente a mí mismo, y no a Nina, a quien le relataba todo esto. Cuando ella no me creía, o no me entendía, repetía todos los hechos cuidadosamente; pero casi pierdo su confianza nuevamente cuando predije la muerte de Stalin. Sin embargo, cuando le hablé acerca de Yuri Gagarin, volvió a creerme. Incluso rió cuando le vaticiné que las mujeres usarían pantalones acampanados y minifaldas. Recordé la fecha en que nuestras tropas cruzarían la frontera prusiana. Entonces perdí todo sentido de la realidad. Dos niños, Nina y Vadim, estaban sentados frente a mí en un sofá, escuchándome. Ambos desesperadamente hambrientos. Vadim se sentía peor que Nina, pues había perdido su tarjeta de racionamiento, y ahora él y su madre deberían subsistir hasta fin de mes con una sola tarjeta simple, la tarjeta de un trabajador. Vadim la había dejado caer en algún lugar del patio, y no fue sino después de quince años que pudo recordar cómo había sucedido, sintiéndose trastornado nuevamente ante la idea de que podría haber hallado la tarjeta. Por supuesto, había caído dentro del sótano al agitarse su chaqueta contra el enrejado, en el momento de atrapar una pelota de fútbol.
Más tarde, cuando Nina se había aburrido ya de escuchar lo que ella consideraba un hermoso cuento, le pregunté:
—¿Conoces la calle Petrovka?
—Seguro. ¿Le cambiarán el nombre?
—No, así que escucha.
Le expliqué con todo detalle cómo cruzar la bóveda que conducía al patio, y dónde encontrar el sótano cubierto por una reja. Y, si como ella insistía, estaba a mediados de 1942, era muy probable que mi tarjeta de racionamiento se encontrara allí.
—¡Espantoso! —dijo Nina—. No podría soportarlo si lo hiciera. Debes buscarla inmediatamente. ¡Debes hacerlo!
Ella había entrado también en el espíritu del juego, y de alguna forma, la realidad se desvaneció; ni ella ni yo podíamos comprender enteramente en qué año estábamos viviendo. Nos encontrábamos fuera del Tiempo, pero muy cerca de su 1942.
—No puedo encontrar yo la tarjeta —le dije—. Han pasado demasiados años. El sótano debe haber sido abierto. Si es necesario di que tú misma la has perdido.
En ese momento se cortó la comunicación.
Nina se había ido; pude oír el ruido de la estática. Luego una voz de mujer que decía:
—¿Es el número 143-18-15? Tenemos una llamada para usted desde Ordzhonikidze.
—Número equivocado —contesté.
—Lo siento. —La voz de la mujer era indiferente.
Escuché luego una serie de cortos zumbidos.
Disqué nuevamente el número de Nina. Debía disculparme con ella, reír con ella nuevamente, aunque la idea resultara bastante tonta.
—Hola... —dijo la voz de Nina. La otra Nina.
—¿Nina? —pregunté.
—¿Eres tú, Vadim? ¿Por qué no estás durmiendo?
—Lo siento —contesté—. Estoy tratando de comunicarme con otra Nina.
—¿Cómo?
Colgué, y disqué nuevamente.
—¿Estás loco? —preguntó Nina—. ¿Has estado bebiendo?
—Lo siento —contesté, y colgué nuevamente. Era inútil volver a intentarlo. La llamada de Ordzhonikidze había despejado las líneas. Me pregunté cuál era el número real de Nina. Arbat 3... no. Arbat 1-32-30... No, 40.
La Nina mayor me telefoneó ella misma:
—Estuve en casa toda la tarde —dijo—. Pensaba que llamarías para explicarme por qué te comportaste tan extrañamente ayer. Obviamente, has perdido la cabeza.
—Probablemente —accedí. No tenía ningún interés en explicarle nada acerca de mis largas conversaciones con la otra Nina.
—¿Qué sucede? ¿Quién es la otra Nina? —preguntó—. ¿Un personaje de una novela? ¿Estás tratando de hacerme saber que existe alguien más?
—Buenas noches Ninoshka —le interrumpí—, te explicaré todo mañana.
El aspecto más interesante de este insólito episodio, fue su epílogo, más extraño aún, si se quiere.
Al día siguiente de mis charlas con Nina visité a mi madre. Le hablé de limpiar el desván; se lo había estado prometiendo por tres años, y al fin me había decidido a hacerlo. Sabía que mi madre nunca descarta nada (¿quién sabe lo que uno puede necesitar mañana?). Cerca de una hora y media me afané entre viejas revistas, libros de texto y cosas similares. Finalmente encontré una guía de teléfonos del año 1950. Rebosaba de notas y señaladores de papel; sus bordes se veían raídos y manchados. La conocía tan bien que me pregunté cómo podía haberme olvidado de ella. Si no hubiese sido por mis charlas con Nina, nunca la hubiera recordado. Me sentí un poco avergonzado, como se siente uno respecto a un traje demasiado usado, al donarlo a un ropavejero.
Conocía los cuatro primeros términos: G-1-32. Sabía también que el teléfono, si ninguno de los dos había estado fingiendo, y Nina no había pretendido tomarme el pelo, estaba registrado bajo la dirección Sivtsev Vrazhek Nº 1525. No cabía ninguna posibilidad de localizar el teléfono. Sin embargo, arrastré el taburete del baño, y me senté en el hall con la guía. Mamá, quien no tenía la más vaga noción de lo que estaba haciendo, sólo sonreía al pasar frente a mí, diciendo:
—Siempre lo mismo contigo, Vadim. Empiezas a ordenar los libros, y a los diez minutos los estás leyendo. Y ése es el fin del arreglo.
Ni siquiera había notado que lo que estaba leyendo era la guía telefónica.
Al fin encontré el número. En 1950 tenía la misma dirección que en 1942. Estaba registrado a nombre de Frolova, K. G.
Realmente, todo el asunto parecía ridículo. Estaba buscando algo que no podía existir. Pero aun así, acudí a la calle Sivtsev Vrazhek.
Los nuevos dueños no conocían el nuevo paradero de la Frolova, pero tuve más suerte en la oficina del encargado del edificio. Una empleada entrada en años las recordaba, y con su ayuda obtuve la necesaria información, proveniente del archivo de direcciones.
Ya había oscurecido. Una fuerte ventisca se arremolinaba entre los artesonados idénticos del nuevo barrio. Un corriente mercado de dos plantas vendía pollos franceses en transparentes envases congelados. Estuve tentado de comprar uno para llevárselo a Nina, tal como se lo había prometido, aun habiéndome atrasado treinta años. Suerte que no seguí mi impulso, pues la casa estaba vacía. A juzgar por el eco que despertaba el timbre, parecía que el departamento estuviera desocupado, y sus habitantes se hubieran mudado.
Estaba a punto de volverme, cuando se me ocurrió llamar a la puerta de un vecino.
—Discúlpeme, por favor. ¿Sabe usted si Nina Sergeevna Frolova vive aún en el departamento de al lado?
—Se marcharon. —Me informó indiferentemente un adolescente en remera, sosteniendo en su mano un soldador humeante.
—¿No sabe dónde?
—Al Norte. Hace un mes. No volverán hasta la primavera. Se fueron los dos... Nina Sergeevna y su esposo.
Me disculpé por molestarlo, y me dispuse a descender las escaleras de regreso. Mientras tanto pensé para mis adentros que era perfectamente posible que existieran más de una N. S. Frolova, nacidas en 1930, y que vivieran actualmente en Moscú.
Antes de tener tiempo de alejarme, la puerta volvió a abrirse a mis espaldas:
—Espere un momento —me llamó el mismo muchacho de antes—, mi madre desea decirle algo.
Su madre apareció en el umbral, sosteniendo apretadamente su batón alrededor del cuerpo.
—¿Qué es usted de ella?
—Sólo un amigo —le contesté.
—¿No será Vadim Nikolaevich?
—Así es; soy Vadim Nikolaevich.
—¡Bueno! —la mujer se sentía encantada—. Y casi lo dejo ir. Ella nunca me lo hubiera perdonado. Estas fueron las palabras exactas de Nina «No te lo perdonaré». Dejó una nota sujeta a la puerta, pero probablemente los niños la arrancaron. Ella decía que usted vendría en diciembre. Y también decía que trataría de volver para esa fecha, pero es tan lejos...
La mujer permanecía en el umbral, mirándome como si ahora yo debiera revelar algún secreto, confesar algún infortunado desencuentro amoroso. No cabía duda que previamente habría tratado de sonsacárselo a Nina con su: ¿Qué es él para ti? A lo que Nina habría contestado: Sólo un amigo.
La mujer hizo una pausa, luego de la cual extrajo una carta del bolsillo de su bata.

«Querido Vadim Nikolaevich:
Sé, por supuesto, que no vendrás. Cómo puedo creer en sueños infantiles que yo misma considero desatinados. Pero tu tarjeta de racionamiento estaba en el sótano que me describiste...»

Y la entrada original aquí.

Un saludete guap@s.

4 comentarios:

  1. :O!!! Me ha encantado!

    Ya me había apuntado tus nominados a Blog del Día, segura de que merecerían la pena, pero aún no he tenido tiempo de leerlos de forma decente (¡18, primera! *CLACK*). Además, estoy ahora mismo metida hasta donde puedo en el cyberpunk y sus influencias, ya te contaré.

    Muchas gracias! :D

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  2. Cyberpunk??? Cuenta, cuenta!!!

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  3. Te contaré, te contaré... cuando entienda un poco del tema xDD De momento, dos recomendaciones: Snow Crash (en serio, léelo, te va a encantar...) y apúntate ORA:CLE, de Kevin O'Donnell.

    No sé casi nada de este último, alguien me lo comparó con Neuromante (que aún espera a ser leído) y lo pillé en inglés de segunda mano por internet (vamos, que fácil de encontrar no es). Voy esta tarde a recogerlo (siempre, siempre entregan paquetes cuando no hay nadie en casa ¬¬ parece que vigilan a que se vaya la gente para meter corriendo el papelucho en el buzón), ya te contaré :)

    Pero vete empezando por Snow Crash, porque vas a flipar ^^

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  4. Snow Crash lo tengo en mi lista-de-longitud-tendiendo-a-infinito de libros pendientes.

    De todas formas lo pongo en lugar preferencial a ver si cae en navidades.

    También apunto ORA:CLE (¿no irá de bases de datos, no?), que, obviamente, no conocía.

    Saludetes.

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